2 de febrero de 2016

2001- ODISEA EN EL ESPACIO. Hurgando en el subconsciente.

Dicen que el 99% de las personas no recuerdan absolutamente nada de lo sucedido con fecha anterior a los 3 años de edad y la mayoría tienen los primeros recuerdos de su vida a partir de los 5 años... El día 17 de Enero de 1951 cumplí mi segundo año de vida y el día 5 de Mayo del mismo año murió mi madre de cáncer. Tenía pues 27 meses y medio cuando quedé huérfano. Aún sin dinero mi padre, en un último intento por salvarle la vida, la llevó a Valencia donde le extirparon el tumor. Murió en el quirófano. De repente mi padre, escobero de profesión, se encontró endeudado hasta las cejas y con un niño de 2 años, cuyos cuidados no le permitían trabajar. Sin embargo, cuando el hambre aprieta raro es el que no encuentra alguna solución con la que aliviarse. 

Una hermana de mi madre, aunque vivía en otro pueblo a 45 Km. de distancia, se hizo cargo temporalmente de mi. Yo no tengo recuerdos de mi madre pero sí de aquel verano pasado en casa de mis tíos, una masía en mitad de un campo de naranjos, entre la estación de tren de Burriana (Castellón) y las Alquerías del Niño Perdido, entonces pedanía de Burriana. Cuando pasaba poquita agua por la acequia de riego del huerto, me dejaban meterme en el agua para que jugara. Por increíble que parezca, recuerdo que había una especie de angulas que quedaban atrapadas en los charquitos al finalizar el paso del agua y yo intentaba cogerlas, a pesar de ser tan pequeñas y resbaladizas. Entonces "eso" no se comía y cogerlas era simple divertimento.

También recuerdo que buscaba caracoles con mi tío bajo los naranjos y que, después de la comida del mediodía, con una escalera de mano me subía a una especie de buhardilla, que no era más que un trastero entre su habitación y el tejado de la masía. Allí hacíamos la siesta, en un colchón de hojas de mazorca de maíz. ¡Que ruidosas por cierto!. No recuerdo cómo era el ascenso y peor aún la bajada, verdadero riesgo para la integridad física de ambos. En la masía de detrás de la nuestra había dos grandes nogales, a cuya sombra mi tía se sentaba con la vecina a charlar mientras yo jugueteaba con el lodo de la tierra recién regada. Algunas veces hacían un gran fuego en el suelo y asaban pimientos, cebollas, berenjenas, etc. En una de esas "barbacoas" a cielo abierto el fuego crepitó y una minúscula brasita me cayó entre los dedos de mis desnudos piececitos.

Llanto desgarrado y pequeña llaguita que hubo de ser curada durante muchos días. Todavía tengo la cicatriz que quedó tras la consiguiente costra. Pero bueno, dejemos estos recuerdos que no son tantos como yo pensaba y vayamos al meollo de la cuestión, que no es otro que abundar en un recuerdo que marcó mi vida para siempre... 
Aquel verano de 1951 mi padre redobló sus fuerzas para ganar el dinero suficiente para pagar los préstamos que permitieron la hospitalización, operación quirúrgica y enterramiento de mi madre, que quedó para siempre en el Cementerio de Campanar, en Valencia. Sin embargo, con un oficio tan simple como el suyo, los beneficios no llegaron en la cantidad suficiente y hubo que esperar otro año más para poder zanjar la deuda.   
   
Con cierta frecuencia, quizás una vez al mes, mi padre venía a verme y, como agradecimiento por sus cuidados, les traía a sus cuñados cuanto podía. Patatas, cebollas, ajos, aceite e incluso alguna pequeña aportación económica. Pasaba una noche con nosotros y después se volvía a Cabanes, para seguir trabajando, incluso domingos y festivos. 
Un día del mes de Noviembre de aquel año de 1951 yo estaba jugando haciendo hoyos en la tierra cuando vi a lo lejos que mi padre venía a verme una vez más, pero esta vez no era como las anteriores. No venía solo. Le acompañaba una señora de unos cuarenta años de edad. 
Mis tíos ya esperaban aquella visita, pero delante de mí no se había hablado de ello. Mi padre se había casado y era mi madrastra, a la que desde el primer momento me enseñaron a llamarle 'tía'.

Apenas hacía seis meses de la muerte de mi madre, pero mi padre necesitaba a su hijo cerca y, al mismo tiempo, tener una mujer que nos cuidase a ambos. No tengo en mi mente su imagen, ni cómo llegaron a la masía. Sería sin duda con el autobús 'de línea' que les habría llevado de Cabanes a Castellón y otro de allí hasta Burriana. Tampoco sé si iban vestidos de negro o de rojo, como tampoco recuerdo si aquel mismo día regresé a Cabanes con ellos, que sin duda fue que sí. Lo que no olvidaré nunca es que, después de los besos y abrazos, aquella buena mujer sacó de su bolso media docena de rosquilletas envueltas en un trozo de papel-cebolla, blanco. Seguramente las habría comprado en Castellón, puesto que en mi pueblo no se vendían semejantes delicatessen. 

¿Por qué se me quedó grabada aquella imagen?. Sin duda no faltaría la comida en casa de mis tíos, pues él era cobrador de puestos en el mercado de Burriana y seguramente los vendedores le regalarían, día sí y otro también, todo tipo de cosas para garantizarse sus favores. Sin embargo algo tan simple como unas rosquilletas eran toda una novedad en la casa de los pobres. Quedó grabado en mi mente todo lo extraordinario que me aconteció aquel verano, aquello que en mi corta vida nada tenía de habitual y que todavía puedo recordar hurgando en el subconscienteEl agua que corría por las acequias, el quemazón que me hice entre los dedos del pie y la llegada de las rosquilletas, con madrastra incluida.

RAFAEL FABREGAT

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